miércoles, 10 de marzo de 2010

PRIMERA GUIA PARA EL VIAJERO PASIONAL

Próxima parada: el Moguer de Juan Ramón Jiménez.

Viajar es el único placer que, al contrario que los demás, deviene en cultura y cura de los espíritus, que conforma personalidades si se entiende el viaje como viaje y no como turismo. En la brillante aunque tediosa película de Bertolucci El cielo protector aparecía este pensamiento: la diferencia entre el viajero y el turista es que este último viaja para volver. Déjenme añadir que el viajero nunca vuelve, porque siempre se queda de alguna manera en el destino como parte de ese destino permanece después en su alma. Los viajes nos cambian.
Con este espíritu y con el fetichismo del mitómano, comencé hace algún tiempo a escribir este blog. La idea era relacionar arte y lugar, encadenar de una forma sólida el mundo vivido en lecturas y en películas con los lugares que pisaba en mis viajes, siempre con la premisa de que todo viaje es un viaje interior. La escasez de artículos se debe a que no todos los viajes permiten estas disgresiones...
Ahora el blog se materializa en un libro, una pequeña guía pasional sobre el Moguer que vivió (y que vive a) Juan Ramón Jiménez, un libro sencillo, breve, una guía de bolsillo, que debería acompañar a todo viajero que recorra el pueblo blanco del poeta, como un mapa espiritual de la ciudad que fue decorado e inspiración de la mayoría de sus obras. Concebido como una guía (literaria) de viajes, El Moguer de Juan Ramón Jiménez, breve guía para el viajero pasional se ciñe a lugares de Moguer y Fuentepiña, ilustrados con textos de Platero y yo, de modo que el lector-viajero sienta que está pisando un escenario a la vez real y literario, virtualmente dentro de la Obra juanramoniana.
Se podrá adquirir en la misma casa-museo de Zenobia y Juan Ramón. Con un poco de suerte, quizás el lector se cruce con alguien que lo vea abstraído en el libro y le grite: «¡El loco, el loco!»
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(*) marzo de 2010.

lunes, 28 de diciembre de 2009

La vida es un teatro alquilado

La vida es un teatro alquilado. Cuando nos toca actuar como actores, la mayoría de las veces nos limitamos a aprendernos nuestro papel y a soltarlo sin más. Algunos, llevados por un humanismo que es, en ocasiones, un defecto, prestamos atención al diálogo del resto de los personajes y nos preguntamos por la influencia que sus acciones y sus palabras tienen/tendrán sobre el rol que nos ha tocado interpretar. En todo caso, sea en teatro estable o en gira por provincias, la primera función siempre nos presenta un teatro vacío, un escenario aparentemente virgen que, sin embargo, ha cohabitado con otros actores y otros atrezzos en más de una ocasión. ¿Quién pisó antes que nosotros este mismo escenario?

El viajero pasional se hace esta pregunta a cada paso que da.

No es necesario hacer dos mil kilómetros para pisar un escenario interesante en el que hayan actuado anteriormente actores ilustres. Muchas veces, olvidamos que bajo nuestras aceras yace el polvo de los siglos. A veces, como en el ejemplo de la tienda Sfera en pleno centro de Huelva, alguien ha tenido la decencia de dejar a la vista un fragmento desenterrado de lo que una vez fue Tartessos; otras, sólo hay que levantar la vista para averiguar algo más.

A diario, en esa otra vida que algunos consideran la vida corriente y que yo estoy cada vez más por considerar una fantasía que vivo de ocho a tres a cambio de un pobre salario de actor de provincias, paso junto a una señal que marca el paso de un hombre interesante por un escenario en apariencia corriente.

Suelo detenerme en el mismo semáforo todos los días. El maldito artefacto me conoce y se pone en rojo cuando me ve acercarme. Lo hace a diario. La radio del coche me aburre con los sueldos de los futbolistas y con las peleas de gallos de la política nacional, y suelo desviar la mirada a menudo hasta una placa que hay adosada a una fachada. Hoy es una tienda. En ella se puede leer que en este lugar escribió José Nogales su cuento Las tres cosas del tío Juan.

José Nogales fue muchas cosas además de escritor. Por poner sólo un ejemplo, fue el único periodista que se atrevió a escribir sobre la matanza del 4 de febrero del Año de los Tiros (1888) cuando los mineros de Río Tinto se unieron para protestar contra las precarias condiciones en que trabajaban. Un siglo después y con el velo de la ficción, también han escrito sobre estos sucesos Cobos-Wilkins (El corazón de la tierra) y Rafael Moreno (1888, el año de los tiros). En su momento, esta integridad (moral) de Nogales le costó multas, rechazos, aislamientos y se cuenta que también algún atentado fallido contra su integridad (física).

Colaboró en revistas como Blanco y negro y La ilustración española y americana. Durante su estancia en Marruecos fundó el periódico El lejano Occidente. En cuanto a su producción literaria, abunda en narraciones breves ilustradas de costumbrismo y preocupación social, así como de un sentido del humor inspirado en Quevedo, como en su En los profundos infiernos o zurrapas del siglo (1896). También habría que mencionar su novela Mariquita León.

Al igual que en su casa natal de Valverde o en la que fuera su casa de Aracena, en ésta de San Juan del Puerto también hay una placa que recuerda su paso. La diferencia sustancial (y pasional) es que fue en esta casa de la travesía de San Juan donde el escritor serrano escribió el cuento Las tres cosas del tío Juan, con el que ganó en 1900 el premio del periódico El liberal, imponiéndose a otros escritores del momento como Valle–Inclán.

En la placa, se puede leer acerca del celebrado cuento: "Nunca, ni aun en los florecimientos de nuestra Literatura Magna, ha llegado el ingenio humano a producir obra más acabada y sublime", en palabras de Antonio Zozaya.

sábado, 14 de noviembre de 2009

Peter Pan en los Jardines de Kensington

Como protagonista principal de su propia historia, el Viajero Pasional busca siempre un escenario donde revivir los capítulos que le emocionaron mientras “vivía” historias ajenas. La primera vez que estuvo en Londres, diez años atrás, buscó (debo decir infructuosamente) el paso de peatones de la portada de Abbey Road y desistió de hurgar en los callejones donde Sherlock Holmes recopilaba pistas sobre los casos más infrecuentes (o simplemente recalaba en algún sórdido tugurio para ponerse hasta arriba de opio) porque el escenario pedía una hora más tardía. Para mayor castigo, el Viajero huía de ese Moguer donde suenan los cohetes, con su estruendo agotador, desde el Domingo de Resurreción hasta el de Ramos y se encontró con el fin de semana en que los londinenses recuerdan a Guy Fawkes, aquel visionario que decidió tomarse la justicia por su mano y, en lugar de hablar mal del gobierno, se acercó por allí y les puso una bomba. No deja de resultar curioso que celebren este tipo de cosas. Parcialmente, el comic V de Vendetta se basa en esta historia.

Pero lo que más dolió al Viajero Pasional fue encontrarse de bruces con los Jardines de Kensington y darse cuenta de que no llevaba encima ningún ejemplar del libro en el que nace Peter Pan.

Cuando Disney dibujó su película en 1953 se basó en el libro Peter Pan y Wendy (1911), pero el personaje no “nació” ahí sino mucho antes. En 1902 aparecía en el cuento El pajarito blanco, después en la obra de teatro Peter Pan o El niño que no quería crecer (1904), en la novela Peter Pan en los Jardines de Kensington (1906) y en Peter Pan y Wendy, génesis de la película de Disney, quien tomó la idea, sin embargo, de otra anterior. Herbert Brenon ya había dirigido un largometraje sobre Peter Pan y Wendy antes que lo hiciera Disney.

Pasear por los Jardines de Kensington requiere explicar la diferencia entre lo que los ingleses denominan “jardines” y el concepto que nosotros tenemos de ellos. Para los británicos, un jardín es un lugar donde las plantas crecen según la naturaleza les dicta. El ejemplo contrario y clarificador serían los jardines franceses, en los que el paisajismo requiere de líneas, geometrías y juegos de color, para lo cual las flores se agrupan y los arbustos se recortan y modelan, algo que en un jardín inglés no se concibe. A pesar de todo, los Jardines de Kensington son un escollo de civilización entre todos los jardines ingleses.

Hubiera cabido la emoción de recorrer este parque imaginando que aún hay chicos que juegan al cricket (a los dos tipos de cricket) o soñando que es esa hora en que las verjas cierran y las criaturas del bosque urbano cobran vida, los árboles charlan, las hadas vuelan sin pudor y en la isla que hay en medio de la Serpentina, llamada la Isla de los Pájaros, se puede ver cómo inician el vuelo esos pajarillos que nacen allí cada día y echan a volar hacia el Mundo Real para convertirse en seres humanos. El Viajero Pasional se detendría en la otra orilla pero no se le ocurriría, no, hacer un barquito de papel con un billete de cinco libras, como en el libro, para echarlo a navegar hasta la isla. Allí vive Salomón Graznido, que recibe las cartas-barcos de papel de las madres que le piden niños. “Ellas piden siempre que les envíe el mejor, y si a él le gusta la carta, pues les envía uno de primera clase, pero si la carta le cae mal, entonces les envía el más raro que haya en el lote. A veces no envía nada en absoluto y, otras veces, envía una nidada completa; todo depende del humor en que lo pillen. A él le gusta que dejen todo a su elección y si se le insinúa claramente que esta vez sea un niño, seguro que manda otra niña. En todo caso, tanto si la petición es de una señora como si es de un niño que quiere una hermanita, hay que poner bien clara la dirección. No sabéis la de veces que Salomón la ha armado buena enviando niños a direcciones equivocadas”. Allá en la isla nació Peter Pan, rebelde desde el primer día, pues con una semana de vida dejó la casa de su madre y volvió volando a la isla, pensando que es aún un pájaro...

Lean cuanto quieran o paseen sin hacer nada por los Jardines de Kensington. Pueden buscar la Casita, la única que las hadas han construido para los humanos o el pozo donde Maimie se escondió. El Viajero Pasional les recomienda que se tomen su tiempo, aunque piensen que lo pierden, y que aprendan de las costumbres de los pájaros. “Esto es: a disfrutar con sencillez, por ejemplo, y a estar siempre haciendo algo, y a pensar que sea lo que sea que esté haciendo, se trata de una cosa importantísima”.

Los Jardines de Kensington en la época de James M. Barrie.

viernes, 19 de junio de 2009

El tiempo recobrado

El viajero pasional llega a una edad en la que, sin perder el respeto a Proust, salta directamente al último volumen de la colección para recobrar el tiempo que sabe que no debería perder(se) buscando el camino largo, sobre todo si apenas dispone de tiempo y existe un atajo hacia la X que marca el lugar. Así, un trasbordo puede convertirse en todo un viaje, una espera en una estancia y, si tiene que pasar 28 horas obligadas (por ejemplo) en Madrid, cogerá el atajo necesario para no mustiarse en una estación o en una habitación de hotel. El único suicidio permitido si uno pretende dejar que se le mustie el tiempo es sentarse en una terraza con un buen libro.

El pasado fin de semana tuve que pasar 28 horas en Madrid por obligación. Haciendo uso del móvil –porque últimamente nunca llevo reloj– y con el plano del metro en la mano, decidí revivir mis mandamientos de recobrar tiempos perdidos, acelerando el paso en los caminos para destensar el tiempo en los lugares adecuados.

Entre otros lugares donde perder el tiempo en solazar la vista y el espíritu, el viajero pasional puede acercarse a La Casa Encendida, uno de esos milagros que aúnan arte y público, donde encontrará, por ejemplo, una exposición llegada del MoMA, una colección de 500 retratos de Nueva York, ilustraciones de un siglo que ha convertido a esa ciudad gris en sus sombras, rectilínea y deshumanizada en sus números, en un mito romántico, acogedor en su blanco y negro, pleno de una humanidad diversa y apetecible. Allí estaba alguna de las fotografías de pies de Lisette Model, algunos Cartier-Bresson, retratos que Irving Penn hizo de Jerome Robbins, Igor Stravinsky... y una reproducción de un retrato de grupo realizado por Jacob August Riis llamado Nido de maleantes. El nombre lo dice todo. Aquellos tipos duros sugerían historias para más de un relato.

El viajero pasional mira librerías, pero siempre acaba comprando lo que menos espera. En esta ocasión, tomó el metro hasta Fuencarral para acabar en El Bandido Doblemente Armado, una cafetería que toma el nombre de una novela de Soledad Puértolas y que atiende su hijo, el también escritor Diego Pita. Es un sitio único, recogido en el exterior, con su escaparate de librería que nos sorprende al entrar convirtiéndose en bar. Al fondo hay una librería, atendida por el propio Diego, atento y abierto a atender las dudas del lector comprador que desee comprar un libro aunque sean las dos de la madrugada. La hora era más temprana, y aproveché para rebuscar en las estanterías, ejercicio en el que siempre acabo llevándome a la caja más libros de los que pensaba. Encontré uno de segunda mano (¡sí, también tiene libros usados!) de David Lodge que no había leído, pero se me había antojado uno de E.L. Doctorow: Ragtime, que había visto en el escaparate. Diego me dijo que estaba fuera de imprenta y no dudé en que tenía que llevármelo. Justo entonces me acerqué a la mesa y allí estaba, un librito de cuentos, un insólito bestiario escrito por el propio Diego Pita, que no te lo recomendará por pudor de autor, pero que allí estaba, a la vista, tentando al visitante pasional. No lo pude evitar, lo cogí y le pregunté con sorna si me lo recomendaba, a sabiendas de que no iba a tener otro remedio que llevármelo.

Después, como premio, me senté en la parte correspondiente a la cafetería del local, donde pude resarcirme del calor con un enorme té moruno helado que el barman adornó con una aromática ramita de hierbabuena, y la música, espectacular. Saqué mis libros recién adquiridos y me recosté en la silla a dejarme sorprender por las primeras páginas de Ragtime, habiendo saciado dos de mis predilecciones, los libros usados, de los que algún día hablaré, y los libros firmados.

Al día siguiente, contando las horas para tomar el tren, cumplí con la visita de al Caixa Forum, tan útilmente cercano a Atocha, que siempre cuenta con alguna exposición interesante, y me dejé caer por la Feria del Libro de Madrid, aunque, como suele ocurrir, al viajero pasional este tipo de acontecimientos tan magnificados, con sus trescientas y pico casetas, le producen una especie de Síndrome de Stendhal que da como resultado que vuelva con las manos vacías. Menos mal que siempre queda la Cuesta de Moyano, más asequible en precio y en títulos, donde uno puede recuperar algún clásico por poco dinero o encontrar libros que jamás imaginó que existieran, en el misterio de sus casetas gris rata.

Por último, el viajero pasional siempre vuelve con lo más valioso en la maleta, algunas ideas y algunas líneas garabateadas que darán lugar a más líneas y más páginas y más historias con que saciar el ansia de escribir. En ello está.