martes, 5 de junio de 2007

La poesía de la cal

Del caballero don Diego de Carriazo decía Miguel de Cervantes que ni el andar a pie le cansaba, ni el frío le ofendía, ni el calor le enfadaba. Al viajero pasional le ocurre lo mismo.

El viajero pasional lleva toda la mañana andando de un lado para otro, toda la semana recorriendo pueblos de sol y cal que brillan como si la luz la hubieran inventado en Andalucía, pero no puede quejarse, encantados sus sentidos con lo que ve, con lo que oye, con lo que come, así pues no le cansa el andar a pie, ni le enfada el calor. Está en Moguer, en la tierra de aquel poeta que llamaban loco, en la casa que abandonó justo antes de aquella guerra fratricida e inútil, aquella casa a la que no pudo volver. Pero de esto hace mucho, ha insistido el guía de la casa-museo, donde ha pasado la mañana paseando por las estancias solariegas de la casa de los Jiménez, curioseando las pertenencias que fueron de Juan Ramón, la que fuera su particular biblioteca, políglota, ecléctica, extensa.

Las calles blancas de sol tienen su cielo de un azul indefinible. En palabras de Juan Ramón Jiménez, la luz con el tiempo dentro.

“Hay más”, oye el viajero a sus espaldas.

El viajero pasional se vuelve, sorprendido, y observa al anciano, que se aleja ya, arrastrado por el buen ritmo de su bastón. Se cubre del sol septembrino con esa gorra gris que suelen llevar los andaluces. “Hay más”, ha dicho, mientras él observaba distraído un mosaico de azulejos pintados sobre la fachada de la casa-museo. Ilustrado con la inconfundible imagen de Juan Ramón Jiménez, el azulejo recuerda que el inmortal autor de “Platero y yo” vivió en esta casa. Hace muchos años que el viajero leyó este libro infantil que no es para niños, y del que acaba de comprar un ejemplar a la salida de la visita. Hojea el libro mientras espera la salida de sus amigos. Frente a la casa-museo hay otro azulejo que, como un puzzle de la memoria, cita palabras de “Platero y yo”. Busca en el libro el capítulo correspondiente a la cita que se lee sobre la pared. Hace muchos años que vivió este capítulo, o lo releyó una tarde de lluvia, pero aquí, a la sombra del sol de septiembre tiene una emoción distinta. Ahora sabe que el lugareño se refería a los azulejos. Hay más, en otras calles, en otros capítulos de este libro vivo que es el Moguer real. “Hay más, por ahí”, añade desde lejos, sin volverse, haciéndome gestos con el bastón en alto, comprometiendo su equilibrio.

Siguiendo la sombra del mediodía por la acera, el viajero va hojeando capítulos y releyendo recuerdos de un lugar en el que nunca antes había estado y se topa, no por casualidad, con la esquina de la Plaza del Marqués, con otra cita del poeta enmarcada de azulejo andaluz, una cita que huele a otoño, y a humo de castañas asadas, y decide aventurarse por estas calles blancas, en busca del poeta, de sus palabras, de su sombra que aún sigue reflejándose en las paredes, en la cal quemada por el sol, como si aún recorriera sus calles a lomos de Platero. Sabe que pone en peligro de este modo al grupo, aunque, admite, acostumbrados están a que pierda la noción del espacio y del tiempo y desaparezca deambulando por callejones y mercadillos. “Ya me encontrarán”, piensa. Para eso están los amigos.

En la calle Aceña hay una nueva cita, Aquí empieza el barrio de los marineros, pero hoy Moguer ha crecido y el barrio de los marineros sólo lo recuerdan los más viejos del lugar y aquel puerto donde los barcos embarcaban vino para Sevilla y hasta para las Américas ha desaparecido. Apenas queda un pobre embarcadero junto al río Tinto que vio nacer la carabela Niña. Un siglo atrás era Moguer tierra de vinos. Ahora sólo queda, huelga decirlo, esa bodega de Sáenz y su afamado vino de naranja, que ha probado por la mañana, y de Moguer se exporta, no a las Américas, pero sí a Europa entera, ese fresón que ha devuelto al pueblo su histórica prosperidad agrícola.

Hacia abajo encuentra la Plaza de las Monjas y allí el convento de Santa Clara, en tiempos cenobio de monjas clarisas, una magnífica construcción gótico-mudéjar que sorprende por su tapia almenada y sus grandes dimensiones, que se hacen mayores en el interior, con sus amplias naves, alguna convertida hoy en sala de exposiciones, sus dos claustros, sus plataneras. El guía recita su visita de memoria, y responde impaciente a todas las preguntas, pero da noticia de parte de la egregia historia del Moguer señorial, de las nobles familias que gobernaron esta muy noble y muy leal ciudad en siglos pasados, que están enterradas en Santa Clara y emparentadas con otras históricas estirpes de la nobleza española de hoy en día, como la Duquesa de Alba. Sus palabras llegan hasta la peripecia de Colón, que termina aquí, en esta iglesia conventual, en una oración de acción de gracias a la vuelta de su viaje transoceánico, el mar siempre presente en esta tierra de Huelva.

Al salir del convento, sobre la espadaña del campanario, un solitario nido de cigüeñas. Aunque el nido está vacío, casi se puede escuchar su crotorar al mediodía, ya cercano, cuando bostezan a su manera en las largas horas de calor, esperando el atardecer para continuar su eterna búsqueda de insectos y ramitas. Enfrente el viajero pasional encuentra, Moguer no deja de sorprender, otro nombre evocador de folclóricos recuerdos. La Parrala, un restaurante en el que no puede evitar entrar, acunado por aquella tonada que en otra época oía. La Parrala dicen que era de Moguer. El retrato de esta mujer preside la chimenea apagada frente a la barra del restaurante. Pide una cerveza bien fría, consuelo del caminante imprudente que se aventura por las calles de Andalucía durante el día, y, como en todos sus viajes, se deja aconsejar por el camarero (allá donde fueres...) y pronto tiene sobre su mesa, junto a la guía de viajes y a su ejemplar de “Platero y yo”, gambas de la costa, jamón de Cumbres Mayores, calamares de campo. Esto es lo que aquí se llama “tomar una cervecita”.

Unos niños que juegan en la plaza le indican el camino de la ribera. Les ha costado a los niños orientarlo, pues no hay ya puerto ni embarcadero ni astilleros, como él preguntaba. Parte, pues, en busca del río con un puerto que ya no existe.

Las esquinas son para el viajero pasional como esas bifurcaciones de la vida donde uno se ve obligado a tomar una decisión que cambiará nuestro devenir. En Moguer, en esta improvisada ruta de los azulejos juanramonianos, un nuevo hallazgo en la esquina del Hogar del Pensionista a punto está de desviarle de su ruta hacia el río. Habla del castillo en tono romántico el que fue poeta romántico, poeta modernista, poeta simbolista, poeta recién casado. No se ve el castillo desde aquí, y retoma el camino por la calle San Francisco, dejando a un lado el Archivo Histórico, la iglesia del otrora convento franciscano, de cuyo claustro mudéjar habla parcamente la guía de viajes, y el colegio que lleva el nombre de uno de los hermanos Niño.

Al llegar a la calle Ribera ha encontrado la casa donde nació Juan Ramón, la casa grande donde el niño poeta observaba el mar desde su mirador acristalado. La cita del mosaico es del capítulo CXVII, “La calle de la Ribera”, y el mar que ya se ve es el río Tinto, aunque un vecino comenta que en días claros se ve Punta Umbría, que está a cuarenta kilómetros por carretera, y también el océano, pero eso ya lo decía Juan Ramón, un niño que la Providencia hizo nacer allí, un día antes del día antes de Navidad, un niñodiós que fue niño hasta el final de sus días.

El Moguer antiguo termina en el barrio de Los Puntales, y desciende hacia el río por un camino flanqueado por melocotoneros y chumberas, silenciosa batalla entre la mano del hombre y la de la naturaleza, empeñada ésta en recuperar lo que una vez le arrebataron la agricultura y el progreso, lucha que es victoria en el río, donde nada queda del pasado marinero de este pueblo. El agua del Tinto, de habitual tono cobrizo, es aquí cieno innavegable. El embarcadero ya no existe, y sólo una tosca escalera de cemento baja hasta el barro. La reconstrucción del esqueleto de una carabela y una vasta plaza de tierra que enmarca un singular monumento recuerdan la gesta colombina. No hay más.

De vuelta, el camino se hace cuesta arriba, y sólo la sombra de algún cabezo y alguna brisa perezosa que sopla entre los jaramagos y las cañas atenúan el esfuerzo.

Tras muchas revueltas, calle a calle, el viajero pasional va descubriendo la historia de Moguer en la cal de sus paredes, no sólo en las placas y azulejos que recuerdan la historia de “Platero y yo” o el nacimiento de sus ilustres hijos, pintores y poetas, marineros y cantaores, como dicen que dice una sevillana.

Ya en el centro, el rótulo de una calle desvía los pasos del viajero una vez más. Calle del Duende, singular y misterioso nombre dado a una recóndita callejuela que tras un recodo avanza, sinuosa, hasta la iglesia. Es una de las mejores vistas de la torre de la Iglesia de Nuestra Señora de la Granada, con la S de cal de la calle contrastando con el ladrillo rojo de la torre mudéjar que se eleva hacia el cielo azul. La mejor postal de Moguer.

Al final de la calle, junto a una ferretería, un azulejo más de “Platero y yo” describe la imagen que acabamos de ver, la de la Calle del Duende, en tiempos de Juan Ramón llamada el Callejón de la Sal, que retuerce su breve estrechez, violeta de cal con sol y cielo azul, hasta la torre. Capítulo LIII, “Albérchigos”, que es como aquí llaman a los albaricoques, indica el singular dueño de la ferretería.

La iglesia parroquial está abierta y el viajero deja deambular sus pasos por las naves laterales. La iglesia, de dimensiones catedralicias, tiene planta de cruz latina, y, aunque restaurada tras la guerra civil, en la que, insiste el párroco, los rojos quemaron imágenes con siglos de antigüedad y el techo se hundió con el incendio, se conserva el estilo góticomudéjar y ciertas tallas barrocas de indudable valor artístico.

A la salida sorprende el mediodía, y no sólo con su calor sino con el sonido de las campanas. A los doce tañidos horarios sigue un repique que anuncia fiesta y que acompaña el lanzamiento de cohetes, para estampida de los gorriones que picoteaban en los jardines de la plaza. Alegría ruidosa del sur, una forma de vivir. Cruzando la plaza, encuentra una panorámica del templo y el azulejo que habla de la torre, la torre que vista de cerca parece una Giralda de lejos, sentimiento doblemente nostálgico, pues son palabras de un poeta que inició su carrera en Sevilla, ciudad a donde, apenas salido de la adolescencia, se había trasladado a estudiar pintura y leyes, aunque volvió suspendido y poeta.

El viajero pasional cierra el libro y en la esquina se revuelve. Ahí está de nuevo la Plaza del Marqués, y más allá estará la Casa-Museo de Zenobia y Juan Ramón, punto de partida del improvisado y solitario viaje a través del Moguer de Platero. Se niega a llegar a su destino y retoma la senda de una calle peatonal, de nombre histórico, Reyes Católicos, a la que le viene mejor el viejo nombre de Calle Vendederas, antiguo y actual recorrido por las tiendas locales de más solera. En Moguer cada calle lleva, bajo el rótulo oficial, una leyenda con uno o varios nombres que tuvo en otros tiempos, y suele ocurrir que es más fácil encontrar una calle preguntado por su nombre popular que por el que figura en los rótulos de sus esquinas.

Junto al ayuntamiento, el viajero descubre la mejor descripción del escenario que dejará al partir, un Moguer que es igual que un pan de trigo, blanco por dentro, como el migajón, y dorado en torno -¡oh sol moreno!- como la blanda corteza. Se sienta en un pequeño banco, junto a la estatua del poeta, flanqueada por sus musas, amor y poesía cada día. Un anciano tocado con una gorra a cuadros se sienta a su lado y lo observa hojeando el libro, él a su vez lo observa, mientras busca en su ejemplar de “Platero y yo” el capítulo del pan, con sus evocadores aromas y su poesía cotidiana, y no puede evitar, cuando relee el descorazonador final, lanzar una fugaz mirada de conmiseración hacia el anciano que tiene al lado y que seguramente también fue un niño de la postguerra.

Es hora de buscar al grupo. Siente que tiene que darse prisa antes de la hora de comer, que tiene que contarles dónde ha estado, invitarlos a comer calamares de campo. Entre la Calle Reyes Católicos y la Plaza de las Monjas hay un atajo para volver a la casa-museo, de donde escapó de la compañía de sus amigos: la Calle Burgos y Mazo, donde aún se pueden encontrar esas casas que encajan con los recuerdos que el poeta tenía de Moguer, donde cada casa era palacio. Son éstas típicas construcciones barrocas y señoriales de zaguán amplio, con frescos en el techo, cancela de hierro, las más de las veces con cristales de colores, casas de patio central que a menudo se deja enclaustrar por bellísimas columnas o refrescar por una pequeña fuente familiar en el centro. Vale la pena echar un ojo detrás de cada puerta, curiosear, preguntar, porque siempre hay alguna moguereña afable que se ofrece para mostrar la casa que fue de su padre, para ofrecer al paciente viajero el frescor de su portal y del patio lleno de macetas de barro con helechos y gitanillas que fueron de su madre.

La calle termina en la Plaza del Marqués y continúa en Juan Ramón Jiménez, la calle Nueva, donde está la casa-museo. Los amigos se reencuentran y un poco más tarde, sentados a la sombra de unas sombrillas en la Plaza del Marqués, en un pequeño bar, con una cerveza fría en la mano y la imagen de la Giralda chica de Juan Ramón al fondo, brindan por el placer de viajar, por la luz del sur, por la poesía de la cal. Todos brindan y nadie pregunta al viajero pasional, ya lo conocen, mientras éste hace planes, porque aún quedan por recorrer muchos más caminos por Moguer, queda por hacer la visita más difícil, la de la tumba del poeta, y otras más alegres, sí, porque aún resta visitar a más personajes de ficción, tantos y tales eran los amigos de Platero, y no puede irse de Moguer sin ir a buscar a Darbón, a la loca Aguedilla, a Diana la perra blanca...

El viajero pasional sonríe y abre el libro una vez más, creyendo que los demás, absortos en la carta del bar, no se dan cuenta, y en su ensimismamiento egoísta, le parece haber visto a alguien con una gorra y un bastón que me saludaba desde el interior del bar.

1 comentario:

FRANCISCO PINZÓN BEDOYA dijo...

Félix:

Gracias por aparecerte por "mi soledad". Suerte con tu libro (novela, entiendo)

Un abrazo desde Colombia, Medellín, tierra de flores, entreveros, contradicciones y poesía

Un amigo, si así lo aceptas, Francisco