viernes, 13 de abril de 2007

París sigue siendo una fiesta

Sí, París siempre será una fiesta, vayas cuando vayas. Hay muchas formas de viajar, a Nueva Delhi o a los hoteles de Almería. Yo, que soy aficionado a la literatura, inventé un via crucis particular cuando visité París y a mis "antepasados" escritores. Todo está reflejado en el siguiente relato que, por méritos o por suerte, ganó el IX Certamen de Relato Corto "Café Compás" (más info en www.cafecompas.com

PIOLINES 
Félix Amador

Esta historia ocurrió hace algún tiempo, durante nuestro primer viaje a París. Estábamos recién casados y habíamos elegido recorrer Europa. La primera parada siempre es la más excitante, de manera que nos habíamos lanzado, guía de viajes en mano y desde muy temprano, a recorrer la Ciudad de la Luz. En unos días partiríamos hacia Bruselas, y pasábamos el tiempo deambulando por la ciudad del Sena, descubriendo lugares, dejándonos sorprender. La segunda tarde, después de recorrer el Jardín des Plantes y antes de llegar al Barrio Latino, mi mujer, Charo, insistió en hacer un alto en algún café. Nos acompañaban dos parejas que habíamos conocido en el hotel. Recuerdo este detalle porque Charo se enredó con ellos en una extensa conversación mientras esperábamos el café. Yo daba vueltas al plano de la ciudad. Había tantas cosas por ver. De repente, un nombre llamó mi atención. Rue Monge. La cabeza me daba vueltas. Rue Monge. Entonces localicé el recuerdo. La Maga de Oliveira, aquel personaje ondulado de Rayuela vivía en un meublé de la rue Monge. Puse, no sé, una excusa absurda y dije algo así como ahora vuelvo, y los dejé discutiendo sobres asuntos intrascendentes mientras yo me deslizaba por un par de bocacalles hasta dar con la esquina de la rue en cuestión. Me quedé mirando a un lado y a otro, preguntándome cuál sería el edificio. Desalentado por mi ignorancia, me senté en un umbral a ver pasar a la gente. El cielo volvía a ser ese cielo ceniciento de París y la poca gente que pasaba por mi lado lo hacía con desgana y apenas me miraba. Entonces algo llamó mi atención. Un hilo de color, un piolín como lo llaman en Sudamérica. Alargué una mano para cogerlo por una punta y, para mi sorpresa, alguien, del otro lado, lo cogió al mismo tiempo. Miré con sorpresa al intruso, que agarraba con fuerza el hilo. Compuse una expresión fiera y lo miré a los ojos pero, conmoción, vi que era el mismísimo Julio Cortázar el que intentaba quitarme el hilo. Cuarenta años después y sigue coleccionando piolines, me dije, o le dije. Él no respondió. Yo lo solté, aturdido aún. Él se guardó el hilo en el bolsillo y después me miró con curiosidad. Yo, a mi vez, lo observé. Estaba igual que en los 60, con su aspecto desaseado de falso estudiante en París. No decía nada, de modo que yo le pregunté si era allí donde vivía la Maga. "No sé", respondió, "eso mismo le pregunté a Gregorovius, si era cierto que vivía en la rue Monge, qué número, esos detalles catastrales inevitables". Luego echó a andar. Yo cogí su paso. Poco a poco, nos fuimos alejando de la rue Monge. Parecía deambular, no tener rumbo, y hablaba como imaginé que hablaría, haciendo deambular sus palabras como en la prosa errática de sus (llamémoslas) novelas. Paseamos por la rue Lacepède y, al pasar por la Place de la Contrescarpe, apareció la esquina de la calle Cardina Lemoine. No pude reprimir un grito. Aquí vivía Hemingway, con su mujer Hadley, dos habitaciones sin agua caliente. Reí de puro gozo. Contarle aquello al mismísimo Julio Cortázar mientras deambulábamos por París no es algo que se venda en las agencias de viaje. "Hemingway iba a todos los lados andado, para ahorrarse unos francos", dijo, con una voz no exenta de reprimida hostilidad. Yo me quedé mirándolo. Puede que a él el estilo periodístico y desnudo de Hemingway no le pareciera literario, pero yo había leído mil veces París era una fiesta, y conocía de memoria el recorrido de los paseos del americano. Vamos, animé a Cortázar redivivo. Pasamos, como en el libro, por el Lycée Henry IV, por la vetusta iglesia de Saint-Etienne-du-Mont, por la Place du Pathéon, doblamos a la derecha y enfilamos el Boulevard Saint-Michel hasta llegar a la plaza del mismo nombre, buscando dónde tomarnos un café en aquel lugar donde el americano se paraba a descansar y si acaso a escribir. Una vez enfrente de un café (el escritor no tomó nada: no tenían mate, ni bueno ni malo, es que en París no tienen mate) intenté entablar una conversación a un nivel más íntimo. Sé lo que hace con los piolines, comenté, por comentar. Julio me miró sin expresión. Usted guarda en los bolsillos los piolines que se encuentra, de todos los colores, y hace con ellos estructuras, entramados o esculturas de aire que le gusta quemar. "Me gusta todo lo que esté lleno de espacio vacío", respondió, y metió la mano en el bolsillo, donde la dejó un largo rato. Sé lo importante que es para usted. Al final de Rayuela, en la habitación del manicomio, llena todo el espacio con trampas hechas con piolines para defenderse de los intrusos. "Aún no he escrito ese capítulo", dijo con frialdad, "y no sé si lo escribiré". No me di por vencido. No todos los días tomo café con un escritor. Le pregunté: ¿No hecha de menos los viejos tiempos en París, en el Lado de Allá? "¿a qué le llama viejos tiempos usted? A mí todo lo que me ha sucedido me ha sucedido ayer, anoche a más tardar". Eso ya lo ha dicho antes, pensé, o, para ser más exactos, lo ha escrito. Fue en Rayuela, precisamente. Entonces yo le pregunté si tirábamos por el Boulevard Saint-Michel hacia el sur, a ver si encontrábamos la rue Notre-Dame-des-Champs, que Hemingway cita en Las verdes colinas de África >y donde al parecer también vivió, pero Julio dijo que no le gustaba aquella zona, al lado de Montparnasse y de la rue Sèvres, por donde Moreli solía moverse, de manera que continuamos nuestro camino, como todos los caminos que puedan hacerse por París, deliciosamente enmarcados por la geometría discordante y gris del empedrado y la cima bohemia de sus buhardillas. Imaginar cómo serían aquellas calles a medianoche, sumidas en la penumbra, sería como sumergirse en el Trópico de Cáncer o como irrumpir en el escenario de un crimer en cualquier novela de Simenon. En principio, dejamos que nuestros pasos nos llevaran por el Boulevard Saint-Germain, pero luego nos perdimos por las callecitas adyacentes buscando un edificio en la esquina entre las calles Jacob y Saints-Pères en el que se dice que vivió Marguerite Duras en los 60 o en los 70. Está bien decir que nos perdimos, porque a la vuelta nos encontramos con el río sin quererlo, y decidimos continuar lor los quais, charlando con el escenario siempre cambiante de la orila del río al fondo, donde las parejas pasean aún agarradas como en las fotos de época o se sientan con los pies colgando a mirar los barcos mosca o se tumban a esperar que brille ese sol que nunca brilla en París. Discutimos sobre por dónde cruzar el río. Yo quería ir al barrio de Pigalle, a buscar el apartamento donde vivió Boris Vian, a recordar en voz alta su relato más absurdo, menos crudo, el del lobo que se convierte en hombre con la luna llena, pero el fantasma de Cortázar se empeñó en llevarme a la Plaza de los Vosgos, donde en el número 6 se puede ver la casa reconstruida de Victor Hugo. Según el, un recorrido literario como el nuestro no debía ceñirse al siglo XX. Yo recordé entonces un itinerario más rápido, citado por Hemingway, que nos podía haber llevado directamente hasta el río desde el Boulevard Saint-Germain, atravesando un brazo del Sena hasta la isla de Saint-Louis, luego a la de la Cité, y a los puestos de los bouquinistes, donde nos pusimos a curiosear entre las revistas, los libros y las postales. Aquí decía Hemingway que encontraba libros americanos baratos. Mi amigo redivivo buscaba algo con verdadero interés. Entretanto yo, mientras ojeaba una edición en tela del Emilio de Rousseau, recordé la historia de U de Unamuno, apellidado Jugo de la Raza, quien mientras hojeaba un libro en un puesto del Sena encontró un párrafo que decía: "Cuando el lector llegue al fin de esta dolorosa historia se morirá conmigo". Naturalmente, el personaje hace suyo el relato y cree firmemente el augurio hasta el punto de enfermar de amor y horror hacia aquel libro. Le puede la curiosidad de saber cómo acaba la historia, pero después de comprar el libro le vence el miedo y lo quema. Aquí Unamuno especula sobre la noticia incierta de que escribir una novela no es sino hacer una autobiografía, de que no existe ficción sin confesión. Así se lo conté a Cortázar, que había dejado por imposible su búsqueda y me urgía a alejarnos de allí. Decidí hacerle caso y abandoné la idea de ir a Pigalle. Nos dirigimos directamente a la Place des Vosgues, donde vimos reconstruida la habitación donde Victor Hugo escribió durante 26 años. Se trata de un palacete del siglo XVII que el escritor compró en plena gloria literaria y económica, y donde dio rienda suelta a su pasión por la Edad Media, adquiriendo gran cantidad de antigüedades de incalculable valor. Al salir de allí, y con el objeto de superar el trauma provocado por el impacto visual de aquel palacio, tomamos la rue des Francs Bourgeois y nos dirigimos al Musée Carnavalet, donde nos complacimos en la contemplación, más terrena, de la habitación de Marcel Proust, una recreación de la que habitó en la casa que tenía en Illiers su tía Elisabeth, la cual dio el molde perfecto para el personaje de la tía Léonie en En busca del tiempo perdido o, como decía Unamuno (¡otra vez Unamuno!), A la rebusca del tiempo perdido, traducción quizás más literal que la que dio nombre a la edición española. De pie allí, frente a la cama donde Proust dejaba volar su inventiva hilando realidades, sensaciones y sentimientos en el intrincado mecanismo de su mente, Julio y yo permanecimos en silencio un buen rato, como si rezáramos, cuando en realidad sólo se trataba de un infantil intento de no llorar. Juntos, imaginamos al niño intentando oír los pasos de su madre que subía a darle un beso. Salimos a la calle emocionados y, antes de que pudiera recuperarme, el fantasma de Cortázar extendió su mano y puso en la mía un puñado de piolines. "Hay un piolín saliendo de cada cosa. Si uno tira del hilo puede entender el vínculo que hay entre este mundo y otro que existe, en armonía con éste, y que no es sino la realidad". ¿Es esto una despedida?, pregunté, pero él no respondió. Yo sabría donde encontrarle, pensé, mientras lo veía alejarse calle abajo. Cuando volví al hotel era cerca de la medianoche. Mi mujer estaba tumbada sobre la cama, la ropa puesta y los zapatos quitados, durmiendo el sueño de la paciencia. Intenté desvestirme sin despertarla para no tener que explicarle dónde había estado. Me metí en la cama con cuidado y oí su voz preguntando: "¿Compraste algo? ¿Comprar dónde? "En la tienda de discos", me respondió. "Había una tienda de discos al lado del café y supusimos que habías entrado a comprar algo. Te pones tan pesado cuando ves algo de jazz que decidimos volver sin ti. Sabía que no pasaría nada, que en París precisamente no te ibas a perder o a encontrar con nadie raro...". Yo reí en silencio. Abrí la guía de viajes. No sabía cuál página elegir. Había visto tanto en un rato (la vuelta al día en ochenta mundos, que diría Cortázar) y elegí una página cualquiera para guardar los piolines.
© Asociación Literaria y Cultural Café Compás de Valladolid, 2006

2 comentarios:

Voz Ruda dijo...

Recién he adquirido "París era una fiesta", aún no lo leo, pero ahora a manera de prólogo, he leído con gusto este post.
Seguire leyendo, saludos!

Cronopio Urbano dijo...

Al final, la historia cierra en un círculo cortazariano. Que lujo perderse en Paris, aunque en realidad sea imposible perderse a propósito...